El Nacimiento de la Escalera
Por Luis Raúl Albaladejo
El hombre vio una fruta en la copa del árbol y quiso probarla. Como estaba muy alta, se puso a buscar un medio para llegar a ella. Entonces ideó un extraño aparato que nadie había visto nunca. Tomó dos largos palos y los colocó en paralelo, en posición vertical, a una distancia de poco más que su torso. Luego colocó palos más cortos en posición horizontal de modo que uno y otro extremo de estos palos intersecaran a los dos verticales. Entonces, con unas tiras de corteza de árbol, amarró cada extremo de los palos horizontales a los dos verticales, dejando alguna distancia entre uno y otro palo. La gente estaba asombrada no sólo por el ingenio de aquel hombre, sino por la extraña apariencia de aquel aparato. Empezaron a referirse a aquello con un nombre muy largo. Decían: “pedazodebosquecortadoparaescalaralafruta”. Con el tiempo, por las conveniencias del uso, el nombre se fue acortando. Lo llamaban simplemente escalera.
Muchas generaciones después, los que no atestiguaron la circunstancia que la hizo nacer, los que no compartieron con su inventor las angustias del creador sin paradigmas, creían que aquel antepasado suyo era un hombre muy sabio que había inventado un aparato inicialmente pensado para alcanzar una fruta, pero al que luego se le había descubierto una infinidad de aplicaciones. Y todos tenían a las escaleras en gran estimación, hasta el punto que poseer una era señal del más alto abolengo. Y los que mandaban en aquella tierra comenzaron a transmitir a las nuevas generaciones la hermosa historia de un antepasado que había inventado aquel maravilloso aparato para alcanzar una fruta. En cambio, se cuidaban bien de esconder como un vergonzoso secreto que al final de su vida aquel hombre genial se había vuelto un poco loco -según ellos temían- porque en vez de dejarles como herencia su famoso invento sólo les había dejado una fruta, con el argumento que había sido ésta la que lo llevó a la escalera y no viceversa, como todos creían.
Café colao con lágrimas y dos de azúcar
Por M. Guadalupe
El amanecer despertó los ojos del recién nacido. El olor a café viajó desde el fogón hasta el cuarto de madera húmeda por el rocío. El aire se llenó de dulzura y el grano de café que guardaba el niño comenzó a madurar al tiempo en que su cuerpo crecía. Despulpó la semilla, se bajó corriendo de la cama y estiró su brazo huesudo bajo la luz del sol que se colaba por la ventana. Inspeccionó su nuevo bigote mientras secaba el grano y viendo que ya era medio día lo descascaró.
El peso de su cuerpo varonil hizo que los tablones del suelo rechinaran al caminar por el pasillo. Deslizó su mano áspera por el rostro de su esposa, mientras ella lactaba a su primer hijo en la mecedora. Agarró el sartén de hierro que colgaba en la pared manchada por el humo y dejó que el grano se tostara sin quemarlo, como le había enseñado su difunto padre.
Molió el grano hasta que su cabello se tornó canoso. Pidió a uno de sus seis hijos que hirviera el agua y lanzó el polvillo oscuro sobre el mar de burbujas calientes. Cuando estuvo listo, buscó el colador viejo que usó su esposa hasta el último día de su vida. Lo puso sobre la taza de cerámica blanca y observó el elixir pasar a través de la tela manchada con el café del pasado. Se inclinó con temor al sentir el dolor en el pecho y en su brazo. Una lágrima le bajó por el rostro y calló en la taza. Recordó su vida y añadió dos cucharadas de azúcar. Caminó tembloroso hasta el balcón frente a la casa y dejó la bebida sobre el barandal de madera. Se alejó de ella y se sentó en la hamaca. Observó a los nietos jugar bajo el árbol y a su hijo regresar a cobijarse al balcón. Y mientras al cafetal se le iba la vida poco a poco en medio del atardecer, el hijo se bebía la última taza de café colao con lágrimas y dos de azúcar.
Amor en el Siglo XXI
Por Ricardo Martí Ruiz
En una barra moderna presenciamos la siguiente conversación.
-Hola, soy Carlos.
-Raquel, mucho gusto.
-Un placer. ¿Te quieres acostar conmigo esta noche?
-Eh, bueno. Si nos casamos sí.
-Dale, pero con capitulaciones.
-¿Tú estás loco? Yo no quiero perder mi casa.
-Esa casa es mía.
-Qué ingrato eres. Después de todo mi esfuerzo.
-Claro, con mi dinero. So’ vampira.
-¿Ah, si?
-Bien duro.
-Pues si piensas que soy vampira ahora, deja que conozcas a mi abogado.
-Mete mano si eres brava.
-No te preocupes, papito, que eso mismo haré.
-Cuera.
-Impotente.
-Sucia.
-Mamao.
Y dando la media vuelta, ambos se marchan para rehacer sus vidas.
Fin
Los peces han muerto
Por Karin Rico
Aunque no me gusta el mar porque no sé nadar, suelo pasear por la playa. Hace mucho tiempo mientras caminaba por la orilla, vi unos peces ir hacia la arena y quedarse allí abriendo y cerrando sus branquias hasta morir. Traté de regresarlos al agua pero estos se devolvían. Al día siguiente eran cientos y a la semana miles. En la radio decían que la fauna marina estaba muriendo en todo el mundo. Incluso, los parques acuáticos veían cómo agonizaban sus animales sin saber por qué, hasta que un mes después los titulares de las noticias no cesaban en repetir “Los peces han muerto”. Ya no quedaba ninguno, ni en las peceras de los niños ni en los restaurantes chinos. La ciencia solo pudo decir que esto era parte de la evolución y no había vuelta atrás. Así fue como la vida tuvo que acostumbrarse a sobrevivir sin ellos; cerraron los parques, los caza ballenas no tenían a quien matar, el sushi se reinventó y de vez en cuando alguien contaba que había visto un pez, pero nadie le creía.
Ayer caminé otra vez por la playa y vi un cardumen de gente zambullirse hasta desaparecer. Hoy dicen las noticias que muchas personas se están lanzando a los ríos y mares, que no nos acerquemos al agua, sino que nos quedemos encerrados en casa. Pero yo por primera vez estoy sintiendo unas ganas enormes de ir a nadar.